Si de mi dependiese, viajar y escribir serían las actividades que ocuparían la mayor parte del tiempo que me queda. De hecho cuando el recuerdo se asoma a mi consciencia me acongoja pensar que aunque lo he hecho toda la vida, no ha sido sino recientemente cuando me he dado cuenta de su sinergia y del placer que experimento al hacerlo.
Escribir es el regalo que se hace a si mismo el escribiente.
Las que puedan derivarse son solo consecuencias inesperadas del impulso incontenible de contar, de contarse a si mismo, como si se lo contaras a los demás aquel batiburrillo de asociaciones únicas que se dan en tu cerebro.
Un crisol donde se mezclan las imágenes los pensamientos y los sueños.
Los proyectos detenidos son como nostalgias no nacidas que gusanean en la conciencia, a veces se olvidan, pero renacen modificadas como si hubieses trabajado largamente sobre ellos.Escribir y releerte para en ocasiones descubrir que tus palabras no dicen, no saben decir aquello que sientes.
Otras en cambio quedar desarbolado y sin control en una frase que salió por los poros de tu piel venciendo el control de su censura.
No pienso cruzar jamas la linea del encantador de serpientes literario, cuyo dominio del arte de las letras concibe y consigue derramar lágrimas que no existen en su vida.
Solo es apariencia de quietud entre las rejas mientras despierto imagino que camino, que navego y me extasío con las olas, con los pájaros, con todo aquello que surge en mi camino.
Como el quijote, yo tengo también mis libros de caballerías con los que imagino gigantes en los senderos y las ínsulas en los rincones.
Y cuando la realidad me sujeta de la pata de la mesa, abro los libros de aventuras y me sumerjo en su lectura.
Son maestros de la vida, unos muertos y otros vivos.
Entre los vivos:
Javier Reverte.
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